El espectro de la sangre, sobre todo si se trata de sangre ajena, escuece el alma como urticaria que acaricia con aspereza el interior de la piel. Tiene un tacto que no se puede olvidar, porque jamás desaparece de tus dedos. Por eso sabía que la diminuta mancha roja no era sangre. Cayó otra gota y la humedad avinada se siguió extendiendo, entretejiéndose en la tela vaquera des sus pantalones. Se llevó la mano a la rodilla, y miró al techo. Una tubería oxidada vertía las lágrimas a un ritmo cada vez más acelerado, entintando sus puños de un color cada vez más puro. Miró sus manos inundadas por el óxido líquido. Vio sus manos manchadas de rojo aquella noche, rojo de sangre auténtica. La suya, y la del otro; esa que sólo emerge cuando se rompen las ramas que la contienen con la brusquedad violenta de la pasión enfermiza del odio.
¡Pam! Un golpe en la puerta.
¡Pam! Un golpe en la mejilla.
Agua teñida de rojo en sus nudillos.
Sangre teñida de odio en sus manos.
Golpes. Dolor ajeno. El hombre no gritaba, porque no le dejaba tiempo para poder tomar el aire suficiente para poder producir algún sonido. Le había agarrado fuerte del hombro y obligado a darse la vuelta. A verle la cara. A mirarle a los ojos con sus pupilas dilatadas, hasta que asestarle el primer puñetazo en el pómulo, seguido de otro en las costillas. Sintió los huesos contra su puño, la presión de las venas al estallar como hace un escarabajo cuando lo aplastan unos dedos fuertes. Le golpeó tanto que cayó al suelo. Tratando de defenderse le propinó a Anthony una patada. Pero iba tan colocado que no era capaz de medir ni su fuerza, ni su puntería; e intentaba patéticamente reptar sin rumbo en su fútil huida. Sus ojos respiraban pánico mezclado con las alucinaciones de un drogadicto. Una patada en su cara hizo que se le desencajara la mandíbula, e inmediatamente la sangre comenzó a inundar sus encías, a alojarse entre sus dientes; y como el petróleo que impregna las plumas de las aves, se pegaba en sus labios, emanaba de su boca. No paró de golpearle. Ni siquiera cuando esa sangre mezclada con la suciedad de las calles comenzó a abrazar su cuello, extendiendo su garra hasta rodearle y estrecharse a él, confundiéndole con restos de detritus descompuesta.
Seguir leyendo →